Calidad de vida
- Categoría: Filosofía para vivir
- Escrito por Delia Steinberg Guzmán
Como consecuencia lógica de las exigencias de nuestra civilización tecnológica, fundamentada en la calidad y el rendimiento de sus productos, se han vuelto los ojos finalmente hacia el ser humano, el factor principal de cualquier modelo civilizatorio, tecnológico o no.
Con el paso de los años, se ha llegado a la conclusión de que la calidad objetiva de la producción material es tanto mejor cuanto mejor se encuentra el hombre-productor. Una vez más, las máquinas solas no pueden realizar una obra acabada; el simple incentivo de tener más bienes o ganar más dinero no es suficiente para hacer feliz al hombre. Por ello, se ha puesto de moda mejorar la calidad de vida. En miles de empresas, grandes, pequeñas y medianas de todo el mundo, se han lanzado campañas para elevar la autoestima, la eficacia consciente, el sentido de participación y responsabilidad, el desarrollo de las relaciones humanas y de la correcta comunicación entre unos y otros.
Todo esto está muy bien y, de hecho, se han logrado avances positivos en muchos casos: gente más distendida, más atenta a su trabajo y más conforme con el medio ambiente en el que se desarrolla. Pero creemos que aquí no acaba la cosa. Esta calidad de vida tiene una motivación de partida que no cubre todo el espectro humano; busca una mayor y mejor producción, pero no suele tomar en consideración las otras necesidades inherentes a la condición de estar vivos, de enfrentarse a docenas y docenas de situaciones que no siempre tienen que ver con el trabajo y la productividad. El ser humano requiere, lógicamente, unos medios materiales –más o menos tecnificados– que le permitan subsistir dignamente. Y, sobre todo, que le permitan competir y lograr un sitio en medio de unas sociedades específicas, que miden a la gente por lo que tienen y por el prestigio que alcanzan.
Todo esto está muy bien y, de hecho, se han logrado avances positivos en muchos casos: gente más distendida, más atenta a su trabajo y más conforme con el medio ambiente en el que se desarrolla. Pero creemos que aquí no acaba la cosa. Esta calidad de vida tiene una motivación de partida que no cubre todo el espectro humano; busca una mayor y mejor producción, pero no suele tomar en consideración las otras necesidades inherentes a la condición de estar vivos, de enfrentarse a docenas y docenas de situaciones que no siempre tienen que ver con el trabajo y la productividad. El ser humano requiere, lógicamente, unos medios materiales –más o menos tecnificados– que le permitan subsistir dignamente. Y, sobre todo, que le permitan competir y lograr un sitio en medio de unas sociedades específicas, que miden a la gente por lo que tienen y por el prestigio que alcanzan.
Pero no podemos olvidar que, junto a esa subsistencia material, existen sentimientos no siempre definidos que alegran o torturan –según el caso– a quienes los experimentan; ideas no siempre claras ni resueltas que dificultan una marcha segura, la elección del futuro. Y aún agregaríamos esas otras vivencias, espirituales o metafísicas, que surgen de pronto en la conciencia pidiendo respuestas a los enigmas de siempre.
Para hablar de una auténtica calidad de vida, debemos considerar al hombre en su integridad, y no solo en lo que puede dar y producir. Hay que considerar una educación que, desde los primeros años, atienda el desarrollo psicológico, mental, moral y espiritual de quienes, más adelante, tendrán que dar lo mejor de sí, habiendo llegado primeramente a ser mejores.
En lo psicológico, es importante que cada cual sepa distinguir sus emociones cotidianas y pasajeras de aquellos sentimientos profundos que pueden y deben alimentarse para que perduren y proporcionen una felicidad estable. Mientras se relacione la calidad de vida con unas experiencias emocionales superficiales y cambiantes, poniendo allí el acento y el interés, no habrá personas seguras de sí mismas ni de quienes tienen a su alrededor. Lo variable puede ser entretenido por un tiempo, pero no lleva el sello de la calidad.
En lo mental, no solo hace falta estudiar, tal y como hoy se entiende esto, porque la realidad nos demuestra con cuánta facilidad se olvida lo que mal se estudia. Hace falta aprender, recordar con inteligencia, sumar experiencias propias y de otros, hacer vital todo aprendizaje para obtener, también a este nivel, calidad de vida.
En lo moral, y aunque los ejemplos diarios indiquen lo contrario, es indispensable desarrollar las virtudes latentes en todos los seres humanos. No importa que no esté de moda ser bueno, honesto, justo, prudente, cortés, valeroso, generoso, digno; simplemente, sin esas y otras características similares, no habrá calidad de vida. Y los hechos lo demuestran.
En lo espiritual, sin caer en fórmulas fanáticas e intransigentes, hay que ofrecer una salida a las inquietudes del alma, que quiere saber qué hacemos aquí, en el mundo, de dónde venimos y hacia dónde vamos. Sobran enseñanzas y consejos de grandes sabios, los de ayer y los de hoy, para señalar perspectivas en este sentido. Hay que saber aprovecharlas y dejar de lado la prejuiciosa vanidad de que nadie puede transmitirnos nada válido, y menos si son conceptos que han traspasado el tiempo desde la Antigüedad.
Verdaderamente, todos queremos calidad de vida. Pero queremos darle a la vida su verdadero y amplio significado y que la calidad nos haga mejores en todos los aspectos. Entonces seremos más eficaces, más felices, más inteligentes, un poco más sabios y podremos ostentar con orgullo el calificativo de seres humanos.
Delia Steinberg Guzmán.
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